El tristísimo final de la película de Richard Lester, Robin y Marian es una de las escenas más conmovedoras de esta atípica película, que trata del héroe como un ser vencido, que trata también de un amor auténtico e irrealizable, y que trata de la muerte.
El film se rodó en Navarra y a él asistió Jesús Ferrero, quien fuera uno de mis maestros en el mundo de las letras. Años más tarde escríbía las memorias del rodaje en su blog.
La fama de la escena tiene su base en dos entradas de guión.
Justo antes de la muerte de Robin, Marian le dedica estas últimas palabras, posiblemente las más citadas de la película:
«Te amo. Te amo más que a todo, más que a los niños, más que a los campos que planté con mis manos, más que a la plegaria de la mañana o que a la paz, más que a nuestros alimentos. Te amo más que al amor o a la alegría o a la vida entera. Te amo más que a Dios»
Quizá no tienen tanta fuerza esas palabras si no las vemos en la escena, y tampoco la tendrían si en ella no le sucediera poco después esta otra línea de Robin:
«Donde caiga la flecha, John, colócanos juntos y déjanos allí.»
Incapaz ya de luchar, su arco no permite ya otra cosa más que señalar el lugar en que permanecerá muerto, junto con Marian.
Toda la escena es sorprendente, con los actores: Audrey Hepburn, Sean Connery y Nicol Williamson comedidos y extraordinarios, con una iluminación cenicienta que anuncia la muerte y con un tratamiento cinematográfico sencillo e impecable, que hace sentir el desamparo de los personajes y la intimidad de un adiós definitivo.
La película es importante porque rompe con todo tipo de tópicos, el tono épico, la presunta grandeza de Ricardo Corazón de León, el final feliz, la idea del Robin impecable, saltarín y risueño que nos dio Errol Flynn… y todo ello lo hace con ironía, cambiando la fuerza dramática de la obra de la peripecia al interior de los personajes y de la anécdota al plano de lo simbólico. Buena parte de la magia de esta película viene de la mano del guionista: James Goldman, cuyos textos aparecen subrayados no sólo por los actores, sino también por la música de John Barry y la dirección de arte de Gil Parrondo.
Las narraciones sobre Robin Hood constituyen junto con las leyendas artúricas uno de los ciclos que se han abordado en más ocasiones y que han reunido a las plumas más ilustres. En concreto, en este caso a Scott y Dumas, entre otros.
La escena sin embargo parece tener su origen en un autor menos citado y publicado, que también fue uno de los mejores ilustradores de su época: Howard Pyle, quien en el final de Las aventuras de Robin Hood narra así su final:
Luego los dos quedaron en silencio y el Pequeño John permaneció sentado, con la mano de Robin en la suya, mirando a través de la ventana abierta y tragándose de vez en cuando un nudo que se le formaba en la garganta. Mientras tanto, el sol fue descendiendo lentamente hacia el oeste, hasta que todo el cielo quedó encendido en un rojo esplendor. Entonces Robin Hood, con voz trémula y frágil, le pidió al Pequeño John que le ayudara a incorporarse para poder contemplar una vez más los campos; el valiente proscrito le levantó los brazos y Robin Hood apoyó la cabeza en los hombros de su amigo. Miró durante un largo rato, con mirada lenta y contemplativa y derramando lágrimas, que caían sobre su regazo, pues sentía que se acercaba la hora de la despedida definitiva. Entonces Robin Hood le pidió que tendiera por él su arco y escogiera una buena flecha en la aljaba….
–Pequeño John –dijo–. Querido amigo, a quien quiero más que a nadie en el mundo, te ruego que marques el lugar donde caiga esta flecha y allí hagas cavar mi tumba. Enterradme con el rostro hacia el este, Pequeño John, y procurad que mi lugar de reposo se mantenga verde y que mis cansados huesos no sean molestados.Cuando terminó de hablar, se incorporó de pronto y quedó sentado y erguido. Por un momento pareció que sus antiguas fuerzas volvían a él y, tirando de la cuerda hasta la oreja, disparó la flecha a través de la ventana abierta. Y mientras la flecha volaba, la mano que sostenía el arco cayó lentamente hasta apoyarse en las rodillas, y todo el cuerpo se desplomó del mismo modo en los leales brazos del Pequeño John; algo había salido de aquel cuerpo, en el mismo instante en que la flecha salía disparada del arco.
Durante varios minutos, el Pequeño John permaneció inmóvil, pero por fin acostó con cuidado el cuerpo de su amigo, cruzándole las manos sobre le pecho y cubriéndole el rostro, y luego dio media vuelta y salió de la habitación sin decir una palabra ni hacer sonido alguno.